Soy una mujer nostálgica. Todos los días reviso mis recuerdos de Facebook para conmoverme con los estados y las fotos compartidas en años anteriores. Y conmovida fue cómo me sentí cuando en marzo me apareció este estado del año 2015 (menos de dos años después de haberme casado).
Qué tierna, pensé. Qué equivocada, también. Pasarían cuatro años desde ese estado hasta volver a dar un primer beso y sé que una de las razones por las que me comprometo a hacer funcionar mi acuerdo relacional es que quiero tener siempre la posibilidad de besar a alguien si siento las ganas de hacerlo. Con el tiempo me he dado cuenta que no es el sexo con otra gente lo que me motiva. ¿Pero los besos? Y, más aún, ¿esa sensación cuando crees que va a pasar algo pero no sabes cuándo ni cómo y estás anticipando cómo va a ser cuando finalmente beses a esa persona con la que hasta ese momento, sólo has fantaseado? Si pudiera, me tatuaría esa sensación.
Así que en honor a los primeros besos, acá tres que han sido relevantes.
El primer primer beso
Tenía 15 y todas mis amigas ya habían sido besadas. Yo había sacado recién todos los pósters de Backstreet Boys que cubrían cada centímetro de mi pieza, porque el foco de mi deseo se había desplazado totalmente desde Nick Carter hacia I: mi compañero de curso y el que yo creía era mi mejor amigo.
Con I nos sentábamos juntos en los recreos y él me contaba todo lo que hacía con E, su polola. Y luego, porque E también me consideraba su amiga, ella me contaba su versión de los hechos y yo podía reconstituir, con un lujo de detalle poco saludable y apretando un cojín entre mis piernas, cada nuevo avance de su relación íntima. Sólo de adulta me he acercado a entender qué era lo que estaba pasando realmente entre nosotros tres. Que yo también participaba de esa intimidad y no era sólo una espectadora.
Esa noche en el campo hacía frío. El carrete era con quedarse a dormir pero mi mamá sólo me dejó ir porque mi hermano se ofreció a ir a buscarme. Estábamos con I en la orilla de una piscina vacía, mientras el resto de nuestros compañeros jugaban y tomaban dentro de la casa.
“Ya, pero cómo la tocaste” pregunté y él respondió estirando la mano y metiéndola debajo de mi chaqueta para apretarme el pecho izquierdo, suave pero firmemente. Por encima del chaleco. Una. Dos veces. Mientras me miraba directo a los ojos. 26 años después puedo asegurar que nunca he vuelto a sentir algo parecido. Mis mejillas insoportablemente calientes en contraste con el viento, sus pupilas dilatadas, mi cuerpo echando a andar una maquinaria que ya no se detendría. Pero no fue ahí cuando me besó. Después de tocarme con la seguridad de quien sabe que no tendrá resistencia alguna, entró a la casa y me dejó ahí en la piscina tiritando de anhelo y frío.
Más tarde esa misma noche me recosté en una cama dura dentro de una pieza oscurísima. No estaba acostumbrada a tomar y me dolía la cabeza. Después de un rato se abrió la puerta y una voz familiar preguntó si estaba ahí adentro. “Estoy aquí”, respondí, y escuché cómo I se acercaba a la cama y se acostaba a mi lado. Sólo pude verlo bien cuando su cara estaba encima mío, pero cerré los ojos en cuanto sentí su boca sobre la mía, abriéndola. El beso estaba siendo mucho más rápido y duro de lo que había imaginado, cuando la mano de I esta vez se deslizó por debajo de toda mi ropa y apretó mi pecho, mucho más bruscamente que antes.
Me senté en la cama, y le dije “Yo no soy E”, antes de pararme y salir de la pieza tanteando en la oscuridad. Con el tiempo he podido reconocer que no fue indignación lo que me hizo detenerlo en ese momento, sino que miedo. Miedo porque yo sí quería ser como E, y tener lo que ella tenía. Miedo al descubrir algo fundamental de quién era entonces y quien sigo siendo hoy: alguien capaz de hacer y aceptar muchas cosas con tal de que me toque quien deseo tocar.
El primer beso con otra persona
Tenía 35 y llevábamos un par de años hablando sobre abrir la relación. El punto de inflexión había sido la aparición de un hombre, otro hombre, que había dividido mi foco en dos, algo que no sabía que era posible hasta que sucedió y decidí contárselo a C, mi marido. Comenzando así un proceso larguísimo y difícil para tratar de conciliar nuestros deseos y deberes como pareja de individuos.
Esa noche convocamos amigos a nuestra casa y como por una magia cada vez más difícil de conjurar, todos terminamos bailando. La cerveza hizo lo suyo y tuve que ir al baño pero T estaba adentro. Una amiga con la que manteníamos un coqueteo inocente por instagram, y que yo sabía que a C también le gustaba. T abrió la puerta y me hizo pasar, sin salir. Apretadas las dos adentro del baño, nos miramos por un momento, frente a frente. Sin pensarlo mucho, la tomé de la cintura y la apreté contra mí. El beso nos sorprendió a las dos. Había pasado más de quince años desde que había besado a una mujer. Y nueve desde que no besaba a alguien que no fuera C.
Cuando la tomé de la cara, nada me pinchaba la piel. Cuando mis labios separaron los suyos, la lengua avanzó tímida. Pero rápidamente nuestras bocas y pechos empezaron a chocar y acomodarse, una y otra vez con un ritmo que el calor entre nosotras imponía. Cuando moví mi pierna para abrir las suyas, alguien golpeó la puerta del baño y nos separamos de golpe. T salió inmediatamente del baño, tapando con las manos sus mejillas rojas, y yo me quedé para lavarme la cara y mirarme al espejo por un momento. Cuando saliera del baño, ¿podrían mis amigas reconocerme? Todo parecía ser distinto.
C estaba en la cocina haciéndose una piscola cuando lo encontré, y con sólo mirarlo mi estómago se comprimió al mínimo. No consideré esperar para pensar bien cómo decirlo, así que caminé hacia él y sólo le dije al oído “nos dimos un beso con T en el baño”. La música estaba muy fuerte así que agachó su cabeza para ponerla más cerca de mi boca y repetí mi revelación con un poco más de volumen.
Nunca ha sido una persona expresiva, así que no sé qué esperaba, pero su reacción logró sacudirme de todas maneras. Sólo me miró, con esa calma que a veces lograba exasperarme, y luego miró alrededor de la habitación, buscando a T. Cuando la vio, ella estaba bailando con otras personas. Manos en el aire, pelo en la cara. Nos quedamos mirándola un rato, y luego volvimos a mirarnos nosotros. Y entonces, C me sonrió.
El último primer beso
Tenía 40 y llevaba más de un año con ganas de darle un beso. Desde que se sentó frente a mí y pude ver sus dientes. O quizás desde que me subí a su auto y pude ver sus manos en el volante. Ya lo había hablado con C desde que tuve la certeza: si se daba la oportunidad de besar a H, iba a aprovecharla.
No es una buena idea, me dijo C cuando le conté. Lo veíamos muy seguido, H estaba en una relación cerrada. Y no pude discutirle porque sí era una pésima idea, sólo intenté asegurarle que no había ninguna posibilidad de enamorarme de él, lo que terminó siendo una maldición que me eché a mí misma.
Esa noche salimos con más amigos pero, como siempre, terminamos sólo H y yo en su auto, estacionados en un callejón, tomando desde una botella de cerveza tibia. Yo controlaba la música desde el asiento del copiloto. La lista era de él pero estaba llena de canciones que yo le había mandado. Llevábamos meses acercándonos. Hablando y juntándonos más. Reconociendo el espacio que se generaba entre nosotros como algo cargado y vibrante.
“Yo creo que lo que tenemos que hacer”, le dije de repente, “es mirarnos fijo durante diez segundos, y si en esos diez segundos no nos damos un beso, estamos al otro lado”.
“Bueno” me respondió, sonriendo con sólo la mitad de su boca. Como si sólo la mitad de él hubiera estado de acuerdo.
Puso sus ojos fijos en los míos y traté con todas mis fuerzas no pestañear. Empecé a contar lentamente. Uno. Todos los ruidos parecieron silenciarse. Dos. Fijé mi mirada en un punto más oscuro de su labio. Tres. Sonrió, esta vez con la boca abierta. Cuatro. Sus dientes. Cinco. Me moví un poco hacia él, y dejó de mirarme. Serio, de repente.
“No se puede” dijo.
“Dame un beso”, respondí.
“No”, dijo y “no” fue lo que siguió diciendo, mientras se daba vuelta hacia mí, apoyaba su cara en mi hombro y me ofrecía su boca. Como si necesitara que quedara algún registro de su resistencia.
El beso fue largo y lento, suave y tibio. Mejor que todos los besos nuestros que había imaginado en mi cabeza y mejor que lo que mis palabras podrían describir ahora. Pero cuando nos separamos y le dije, mareada y aliviada, que ése había sido un primer beso demasiado bueno, lo que H me respondió fue “yo pensé que iba a ser malo”.
En ese momento debí haberme bajado del auto.
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siento la necesidad de leer más ahah 🫀
Nori, tu manera de escribir es atrapante, gracias por compartir esto ♡